domingo, 31 de enero de 2010

Espumarajos y mucha endivia.

Una de las noticias que ha convulsionado el panorama nacional, y parte del internacional, ha sido la decisión del cocinero Ferrán Adrià de cerrar su restaurante "El Bulli" por un período de dos años; tiempo para, según él, replantearse el futuro del negocio y dedicarse a la investigación culinaria.

España, país tradicionalmente poco dado a reconocer mérito alguno a sus hijos más ilustres, a menos que estén relacionados con el fúrgol, se ha levantado en armas de forma inmediata y pronto se ha planteado una batalla entre seguidores y detractores del que es considerado el mejor cocinero del mundo. El mejor, al menos, para la mitad del país y para la totalidad del resto del mundo; que si se llamara Fernand André y tuviera cualquier nacionalidad allende los pirineos, sería el mejor para todos y Dios para sus compatriotas.

Los argumentos de sus admiradores no tienen ningún interés por lo predecibles que son los peloteos en estos casos. Lo que llama realmente la atención son los argumentos de sus detractores: hay quienes critican los precios de "El Bulli", que si se sale con hambre y sin dinero; otros sostienen que vende espumitas y buñuelos de viento sin buñuelos; y alguno hay que dice que se ha aburrido de ganar pasta estafando con platos ridículos y por eso ahora se quiere pegar la gran vida. "Donde se ponga un cocido que se quite lo demás", dice un ilustrado gurmé de cerveza y panchitos.

La cocina de Ferrán Adrià, como todo el mundo sabe, es una cocina de vanguardia, de innovación, que busca nuevas texturas y nuevos sabores, y quien va a un restaurante de ese tipo no tiene intención de comer hasta provocarse un cólico. Ni compite ni intenta competir con la cocina tradicional, que tiene igualmente su público y sus locales. Comparar el cocido, la tortilla o un plato de macarrones con chorizo con un áspic caliente de nécoras con cous-cous de minimazorcas es confundir la velocidad con el tocino. Lo que los cocineros de vanguardia hacen ahora es raro y difícil de comprender, pero seguramente muchas de sus recetas revolucionarias, en un futuro, serán elementos normales de la gastronomía diaria. Porque, al contrario de lo que la gente piensa, Prometeo no se dedicó a enseñar a los mortales a hacer un potaje con el fuego que robó a los dioses. En algún momento de la historia de la humanidad, un temerario - o un soltero desesperado - pensó que a lo mejor salía algo comestible si juntaba en una misma olla las cuatro cosas que tenía por ahí y que, por separado, no le servían de mucho. La patata, sin ir más lejos, tubérculo que acabó con el hambre en Europa, fue considerada al principio una plata exótica y se plantaba en macetas cual geranio. Hasta que a alguien se le ocurrió darle un bocado para ver a qué demonios sabía eso y, ahora, a ver quién duda de la honestidad y de la salud mental de quien cocina unas buenas patatas fritas.

En cuanto a lo del precio, también las críticas me parecen infundadas. Nadie le da vueltas a que un coche cueste 80.000 euros, que una noche en un buen hotel cueste 250, que quince días en un apartamento en la playa, con sus cucarachas, cueste 1.500; o que una consola de videojuegos cueste 600. Sin embargo, sí molesta que comer en El Bulli cueste 250 euros (o lo que cueste, que no lo sé) cuando se degusta seguramente el trozo maś selecto de la parte más exquisita del lomo de un cerdo ibérico de bellota, con una espuma de lo que sea que ha requerido que un tío esté batiendo media mañana un puré hasta hacerlo espuma; técnica que, por lo demás, le ha llevado seguramente varios meses de pruebas y experimentos. Y ello sin tener en cuenta que se está comiendo en el mejor restaurante del mundo, y con el mejor cocinero del mundo a nuestro servicio. Más duele que te cobren 40 euros, como a mí el otro día, por tres gajos de patata frita con un entrecot, que no tiene más ciencia que dejarlo caer con desgana encima de una plancha. Una carne, todo sea dicho, que no estaba mala pero que distaba mucho de la mejor calidad. Lo que demuestra todo esto es que quienes critican el precio no están interesados en el tipo de cocina que ofrece El Bulli, de la misma manera que yo, al no estar interesado, veo una tomadura de pelo gastarse 600 euros en una consola y 50 más en cada videojuego.

En definitiva, la cocina de vanguardia no es más que la lanzadera de la que saldrán muchos de los platos que, en el futuro, veremos normales y aumentarán el repertorio de la gastronomía tradicional. En estos momentos El Bulli es la fábrica donde se construyen los prototipos cargados de elementos innovadores que después serán incorporados a productos de gran consumo. Y eso hay que reconocerlo. Claro que nadie es profeta en su tierra, y menos un español. Para qué sirve eso del ABS, de la dirección asistida y de la inyección electrónica si mi Ford T funciona que da gusto.

"¡Que inventen ellos!", dijo el gran Unamuno. Cuánta razón tenía.