martes, 24 de noviembre de 2009

Los problemas de jugar con fuego.

El pasado día 18 de noviembre, navegando por ahí, me encuentro con una noticia curiosa en la web de Antena 3 noticias, que capturo para que se vea siempre aunque algún día la quiten. Trata de un joven francés que tenía planeado provocar una matanza en su escuela, tragedia que afortunadamente se evitó gracias al aviso que sus padres dieron a la policía. Hasta aquí, nada que no sea el pan nuestro de cada día, que tan alegremente los periodistas de nuestro país nos sirven en el desayuno, la comida y la cena. Cierto es que mejor hubiera sido que nos lo hubieran acompañado, como es costumbre, con el típico tomate o con higaditos encebollados, pero sabido es que los gabachos son unos estirados y unos antipáticos que no nos tragan, y decidieron dejarnos ese día sin nuestra ración de morbo. Asco de Europa.

Sin embargo, hay una frase al final de la noticia que cambia la cosa. Sin duda alguna, es el aceite de oliva virgen que, a Dios ponemos por testigo, nunca permitirá que un español se meta un mendrugo seco en la boca: "[...] sus padres le califican como un adicto a los videojuegos" (así, en negrita). Pues claro. Y es que, lo que parece un tópico sacado del manual del perfecto periodista amarillo, es, muy al contrario, la lógica explicación; la luz que disipa las tinieblas del caso; una verdad tan indiscutible como que pienso, luego existo. Porque nadie en su sano juicio duda que la juventud violenta y desalmada tiene su origen en el botellón, el P2P y los videojuegos.

Desde pequeño he vivido de cerca los ordenadores y sus juegos. Desde el Amstrad CPC hasta mi portátil, pasando por mi PlayStation 2, muchas máquinas recuerdan el infernal proceso que me transformó en el ser oscuro que soy hoy: corté cabezas a porrillo en Barbarian; fui francotirador en Prohibition; exterminé nazis sin compasión en Wolfenstein 3D; crecí siendo un matón callejero en Double Dragon, en Street Fighter II, en World Heroes y World Heroes 2; me cargué a todo bicho viviente en Doom, Doom II y Duke Nukem 3D; me convertí en el terror de la carretera en Carmageddon; e incluso aplasté cabezas y abrasé inocentes tortuguitas con bolas de fuego en Super Mario Bros.

Y por ello soy un monstruo; un antisocial que trabaja, con catorce puntos en el carné de conducir, que tortura a los amigos con cervezas y consejos, que contribuye a la deforestación del planeta comprando libros y que no soporta nada que tenga que ver con la prensa rosa.

Ha llegado la hora de cambiar. La consola - esa caja de Pandora, ese acceso directo al noveno círculo del infierno - desde hoy va a quedar apagada para siempre. Desde este momento volveré a las antiguas costumbres de nuestros ancestros, a las aficiones de esa edad de oro en la que los hombres se quitaban el sombrero para saludarse y las mujeres soñaban con casarse y ser mamás. Mi mente sanará con juegos relegados al olvido por el diabólico silicio y que, no cabe duda, formaron la inocente personalidad de grandes prohombres que la humanidad ni olvida ni olvidará jamás. Hitler, Stalin, Mussolini, Franco, Pol Pot... menos mal que no sufrieron la malvada influencia del joystick.

domingo, 15 de noviembre de 2009

"La ciudad del diablo", de Ángela Vallvey.

Sorprende que una escritora de la talla de Ángela Vallvey, "ninguna primeriza en el ámbito de las letras", como ella misma reseña en su página web, y con un premio Nadal y una final del premio Planeta en su haber, haya podido dar a luz a algo tan decepcionante como "La ciudad del diablo". Definitivamente no debe de ser su mejor libro, y es una lástima que haya sido lo primero que he leído de ella, porque por su culpa pensaré más de lo debido darle otra oportunidad en el futuro.

Y eso que la historia no pinta mal en principio: en el ficticio pueblo toledano de San Esteban aparece el cadáver de una conocida vecina. La conmoción que provoca la causa violenta de su muerte, y el inquietante momento político en el que se produce, con Franco agonizando, hace que los habitantes del pequeño municipio vivan los últimos días de la dictadura en la frontera entre la tensión de viejos secretos familiares y la angustia de un incierto futuro.

El problema reside en que la autora no ha acertado en la forma de contarlo, y el libro muere en sus primeras páginas. La historia no ofrece emoción en ningún momento, y pronto el lector se da cuenta de que todo no es más que una excusa para encasquetar una crónica sobre los últimos días de Franco. Tanto es así que lo que en principio parece sólo el contexto histórico de la novela acaba creciendo como un tumor maligno y finalmente se lo come todo, haciéndose omnipresente, y relegando a lo que se suponía la historia principal a la esquina en la que menos estorba.

Los personajes, además, tampoco es que hagan mucho por darle lustre al libro; son muy difíciles de digerir. Dos protagonistas principales: Don Alberto, un cura joven recién llegado y renovador, y Ricardo, un monaguillo de diez años y de una madurez impropia para su edad, son acompañados por un puñado de figuras absolutamente intrascendentes. Sólo destacan el abuelo de Ricardo, un poco creíble señorito rico, rojo hasta la médula, que se hace constantemente el gracioso amigo guay y que no duda en hablarle abiertamente de putas a su nieto; y quienes finalmente son responsables de la muerte violenta (lógicamente, no puedo dar más datos).

El estilo, por otro lado, no me parece tampoco afortunado. La narración de lo que acontece en el pueblo toledano está plagada de situaciones y conversaciones triviales, de difícil encaje, que no aportan nada al desarrollo del relato y que, como ya he dicho, no son más que pequeños y aburridos entremeses dentro del verdadero objetivo del libro: la crónica de la agonía del caudillo. Además, el texto presenta una sobrecarga de símiles que caen sobre la mente del lector como una bomba de racimo; prácticamente cada párrafo describe una situación, persona o cosa, y todo es como algo. La obsesión llega a tal punto que se acaba recurriendo a comparaciones tan malas como a que aparece en la página 154 de mi ejemplar:

"Sus ojos estaban puestos en el Mas Allá, y seguramente no entendía demasiado de la cosas del mundo al igual que un esclavo judío de la antigüedad no comprendía la política egipcia".

En definitiva, "La ciudad del diablo" me parece un libro insulso y aburrido, quizás sólo para incondicionales de su autora. Quienes busquen una interesante novela negra, con una trama inquietante y un brillante final que sorprenda se sentirán profundamente decepcionados ya que, sin comerlo ni beberlo, se verán envueltos en una clase de historia de España que, de haberla querido, mejor hubiera sido recurrir a otros géneros literarios. Si Ángela Vallvey quería dar su versión de los últimos días del dictador, quizás debería haberse atrevido con un ensayo, y así no habría condenado al fracaso a un relato que acaba tocando fondo con el espantoso ridículo que, al final, acaban haciendo Don Alberto y Ricardo. Sherlock Holmes y Watson, como ellos mismos se definen, quedan muy lejos del papel de los dos protagonistas, y más bien son los entrañables Mortadelo y Filemón quienes mejor representan la esencia del joven cura y su monaguillo.